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Siempre nos quedará París

A la inmensidad del madrileño Teatro Real el grandilocuente Ballet de la Ópera de París trajo un pequeño espectáculo de cámara. Se podrá ver hasta el día 26 de enero

 

Texto_OMAR KHAN Foto_JAVIER DEL REAL

Madrid, 22 de enero de 2019

Al Ballet de la Ópera de París no lo asociamos casi nunca a la modestia, la mesura ni a la pieza de cámara. Es una de las casas de ballet más potentes y cotizadas del mundo. De Europa, la primera. Y aunque estaba claro que el programa con el que se presentarían en el Teatro Real nunca prometió oropeles ni espectacularidad, la velada con la que se estrenaron en la capital española anoche (tendrán funciones hasta el día 26 de enero) supo a poco. Es difícil desterrar de la cabeza la idea de los grandes ballets de la época de Nureyev o esas producciones mayúsculas de nueva creación, tan ambiciosas y arriesgadas, que estrenan día sí día no, en la Ópera Garnier de la capital francesa. De allí, que la cadena de duetos y solos que domina el programa pareciera modesta y tragada por la inmensidad del escenario del Real, luciendo un poco desangeladas. A los que esperaban la gloria espectacular sello de la casa, un pequeño caramelo rojo final con la representación de Rubíes (en la foto), del tríptico Joyas, de Balanchine que, con todo, no es tan vistoso como Diamantes.

Dicho esto, sería injusto reclamarles lo que nunca prometieron. El programa es coherente. Han querido mostrar sus capacidades (innegables) para el neoclásico abstracto del siglo XX con una (buena) selección de dos de los ideólogos del movimiento en Norteamérica, Balanchine y Jerome Robbins, y una muestra de la aportación europea, con la muy emotiva 3 Gnossiens, del holandés Hans Van Manen, sin duda la mejor de este bloque de la representación.

Así pensado, el espectáculo es más bien una gala de estrellas que permite el lucimiento absoluto de sus siempre eficaces bailarines principales. Destacó, por su soltura y flexibilidad Hugo Marchand, en A Suite of Dances, de Jerome Robbins, un solo que enfrenta al bailarín a la grandiosidad y poder de Bach, y por su entendimiento, perfección y gracia Ludmila Pagliero y el muy vital Florian Magnenet, pareja compenetrada en la pieza de Van Manen, amparada por la música de Satie muy bien interpretada por la pianista Elena Bonnay.

Rubíes, de apenas 22 minutos, trajo fugazmente lo que quizá buena parte del público esperaba. Es una obra más grandilocuente, es coral, festiva, vistosa y, como casi todas las creaciones de Balanchine, compleja y exigente en lo interpretativo. El equipo lució potente y compenetrado, resolviendo las dificultades con pericia, lo cual es de agradecer.

Y bueno… se acabó. No fue una mala noche de danza. Todo lo contrario. Pero quedaron, eso sí, las ganas de ver al Ballet de la Ópera de París en todo su magnífico esplendor. Habrá que ir a la Ópera Garnier para poder verlo, lo que, a no ser por lo caro, tampoco es que sea una mala opción. Siempre nos quedará París ¿no?

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